<<Aunque el personaje y los hechos
que se le atribuyen sean pura leyenda: como de la misma arranca la verdadera
historia de la bibliofilia barcelonesa, hay que hacer el relato de lo que el
vulgo creyó como verdad, para depurar ésta y estudiar aquélla. Además, desde el
momento que la leyenda del librero asesino es objeto de estudioso
comentario de parte de eruditos tan beneméritos como Ramón Miquel y Planas, quien acaba de leer en la Real Academia de
Buenas Letras de esta ciudad una interesante monografía, estudiando el proceso
de la invención del tenebroso personaje, es muy justo que nosotros recojamos el
hecho y sus diversas derivaciones, que encajan perfectamente con los relatos
más pintorescos e interesantes de la Barcelona ochocentista.
Empecemos por situarnos en el
ambiente de época y localidad en que se suponen ocurridos la serie de crímenes
que se atribuyen al librero asesino. Después de 1835 vino la
exclaustración de los religiosos en toda España, y empieza la fabulosa conseja
relatando cómo un monje de Poblet, llamado fray Vicente, ex bibliotecario de
aquel cenobio cisterciense y muy inteligente en materias bibliográficas,
debiendo abandonar su convento y biblioteca, refugióse, ya secularizado, en
Barcelona, en donde, con mil privaciones y angustias, se procuraba toda clase
de libros viejos, entre los que figuraban verdaderos tesoros y rarezas, y para
su reventa abrió tienda en los antiguos y casi desaparecidos Arcos de los
Encantes, frente a la casa Lonja.
Tenía por vecino otro librero de viejo, llamado
don Agustín Patxot, hombre versado en el negocio y que no vio con muy buenos
ojos la aparición del nuevo rival en el mismo. El ex monje cisterciense, como
conocía los rastros que debían guiarle hacia la fácil adquisición de aquellas
rarezas bibliográficas que, procedentes de los extinguidos conventos, nadie
como él sabía en qué manos estaban, pronto fue reputado por todos los
bibliófilos como el mejor proveedor y el más inteligente de los mercaderes de
libros. Contábanse maravillas de las obras raras que el nuevo tendero adquiría
y vendía, y Patxot tuvo que resignarse a ver menguada su clientela y sus
ingresos, ya qué casi todos sus clientes le abandonaban para ir a engrosar el
número de los del ex monje de Poblet.
Así las cosas, éste se jactaba de
poseer unas series de incunables manuscritos, documentos y códices tan raros,
que representarían hoy una verdadera fortuna. Pero Vicente era algo más que un
mercader de libros. Alentaba en él un espíritu de verdadero bibliófilo, que le
hacía profesar un culto idolátrico al libro. Era un avaro del volumen por el
volumen mismo, no viendo en él más que el valor de la rareza. Le ocurría que,
al poseer un ejemplar rarísimo, para no desprenderse de él pedía precios
exagerados, y si el comprador consentía y entregando el precio salía con el
volumen, Vicente corría detrás de él, y, hasta llorando y suplicando, lo
devolvía el dinero, pidiéndolo diese la venta por anulada. Algunas veces, si el
comprador se hacía el reacio, le ofrecía mayor cantidad que la que él recibiera
por la venta, y, si aún en estas condiciones el comprador no quería devolver el
ejemplar, acudía al puñal, aprovechando la nocturnidad o la angostura de la
calle. Y así se cuenta que en diversas ocasiones asesinó a un sabio alemán, a
un sacerdote y a un literato, rescatando el libro y embolsándose el precio.
Sigue narrando la leyenda que
todos estos crímenes iban quedando impunes, lo que en aquella época no deja de
ser ya algo más verosímil. Pero todos vinieron a descubrirse por una verdadera
providencia. Anuncióse una pública subasta (suponemos que en el extranjero) de
varias rarezas bibliográficas, figurando entre ellas un ejemplar de los Furs
e ordinacíons de Valencia, impresos por Palmart en 1482 que entonces se
consideraba como el único conocido en todo el mundo. Tanto el librero Patxot
como Vicente acudieron a la subasta, con ánimo de disputarse la adquisición de
tal maravilla. El bibliómano de Poblet vendió a bajo precio casi todos los
demás libros que tenía, recurrió a sus ahorros, pidió prestado, con tal de
allegar una cantidad que le pudiese hacer dueño de aquel libro. La primera
oferta fue de cincuenta reales, y los dos libreros rivales fueron pujando hasta
llegar a una suma casi fabulosa, quedando al fin el libro adjudicado a Patxot,
dejando a Vicente despechado y furioso.
Este, fuera de sí, maquinó una
criminal represalia contra el triunfo de su rival. Dice Antonio Palau y Dolcet,
en la introducción de su «Catálogo de libros de la Corona de Aragón»
(Barcelona, 1915), que pocos días después de haber adquirido Patxot el
codiciado ejemplar, Vicente se presentó de noche en el domicilio de su vecino,
lo asesinó de una puñalada, hallándole dormido, se apoderó del libro y pegó
fuego a la tienda. El crimen y el incendio promovieron grande indignación en Barcelona,
y la justicia, conociendo las rivalidades que existían entre ambos libreros,
buscó entre los escombros el ejemplar codiciado, y no hallándolo, practicó una
indagatoria en casa de Vicente. Este, con sangre fría, negó toda participación
en el crimen, e iba el juez a retirarse, cuando fijándose en un ejemplar del
grande infolio: Directorium Inquisitorum, que Vicente tenía en la habitación,
sacólo del estante, y de dentro del grueso volumen saltó otro más pequeño, que
era el ejemplar de los Furs de Valencia, objeto de la pesquisa. Cogido
en sus propias redes, Vicente cantó de plano, confesando su crimen.
Fue condenado a muerte. Durante
su proceso, quiso el azar que se descubriesen otros ejemplares del libro de los
Furs, y en vano el librero asesino vio y reconoció entonces la
inutilidad de su crimen Y cuentan que, al ir al patíbulo, cuando el sacerdote
le exhortaba al arrepentimiento, el librero sólo acertaba a responder:
—¡Y mi ejemplar no era el
único!...
Todo esto constituye el relato
legendario, que, históricamente, no goza de ningún valor ni crédito. El
novelista francés Gustavo Flaubert fue el inventor de la patraña, relatándola
en forma de cuento en 1835, cuando contaba solamente 15 años.
Más tarde, Julio Janin reprodujo
y amplió el relato. Próspero Blanchemain fijó el 30 de octubre de 1836 como la
fecha de la ejecución del librero asesino. Otros la fijaron en 1850. En las
revistas francesas Le Livre (1879) y Toucheátout Í1908), en las
italianas Bibliofilia, de Olschi, y en otra de Florencia de 1865, se
trata del mismo hecho, fijándolo siempre en Barcelona. Todos estos datos son
los que citan Miquel y Planas y Palau y Dolcet en sus respectivos trabajos,
pero hay que aguardar que vea la luz pública el del primero, para que el lector
curioso conozca y dé el Valor merecido a la leyenda barcelonesa del librero asesino.>>
ARTURO MASRIERA
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