La gent que
estimava a Francisco González Ledesma l’anomenava Paco. Era una bona persona
que a més feia de periodista i d’escriptor. Ens va deixar interessants
testimonis del món en el qual vivim amb una prosa formidable. Pels que vulguis
saber més d’aquest senyor tenen sort ja que ens ho va explicar en un llibre
deliciós Historia de mis calles.
Un tastet del
que explicava el Paco s’ha de llegir davant de la casa on va néixer: l’escala
del Paco. Ens parla dels seus veïns que són els veïns d’un barri humil ens
temps convulsos. Des del quart pis a l’entresol desfila una galeria de persones
de la seva infantesa i la seva joventut reviuen.
<< (…) las escaleras de vecinos eran muy importantes, porque formaban
una comunidad, tenían recuerdos propios y sufrimientos
compartidos. Los niños eran de todos, las madres eran de todos (…)
Hoy día las escaleras apenas significan nada. En los
barrios populares aún persisten los sentimientos comunes, pero en los nuevos
edificios, que son mayoría, y especialmente en los que tienen ascensor, que
también son mayoría, los vecinos no se encuentran a medio camino, no comparten
nada, apenas se conocen y sólo se saludan de lejos. Si encima hay
oficinas, como ocurre en muchos lugares céntricos, el desconocimiento es absoluto.
Yo nacía un año remoto, 1927, que para algunos
empieza a estar ligado a la construcción de las pirámides de Egipto. Pero lo
importante en este caso es que en 1927, y en un barrio proletario como el Poble Sec, la
vida comunal de la escalera aún significaba
mucho. O casi todo. Era el primer mundo exterior, y por tanto aventurero, que un niño conocía, y por
supuesto estaba lleno de cosas más excitantes que las de su propia familia. (...)
Por
eso ruego que se me permita empezar por mi escalera, ya que en ella encontré los rudimentos de la única vida que podía conocer por mí mismo. Además, ilustra muy
bien sobre la gente de entonces, a la
que puedes recordar serenamente, mientras
que al recordar a tu familia nunca eres imparcial. Bueno, pues la escalera estaba —y aún está— en la
calle de Tapioles, número 22, entre
las calles de Blai y Elkano, subiendo
a mano derecha. Pero como el edificio se hundía, sus habitantes se rascaron los bolsillos, se endeudaron y
lo reformaron en gran parte, de modo
que ya no existen las dos sólidas puertas
de madera marrón ni los picaportes con los que los vecinos, mediante claves, llamaban desde la calle.
Tampoco existen
los peldaños de granito hasta el principal, ni de ladrillo y honrada madera de melis hasta el cuarto. Hoy la puerta es de cristal y de una absoluta vulgaridad urbana.
Pero la casa ha sido restaurada y pintada con sus colores originales, y
las barandas de hierro de los balcones siguen
siendo las mismas en las que posé
manos y lengua, de modo que a veces las miro desde abajo, desde la calle eterna, y siento —por ridículo que sea— que aún algo me nubla los ojos y me oprime en
la garganta.
Bueno, pues permitan, en este camino de
sinceridades, que les hable de la escalera y de sus gentes de entonces.
El quart pis
Iré de arriba abajo, como corresponde al tramo final
de la vida. En el
cuarto piso, parte de atrás, la que daba a los patios interiores, vivían la
Matilde, su madre, que era una mujer muy bondadosa, y su padre, que era algo
así como un subalterno de la Diputación, luego de la Generalitat, o sea, que
para la escalera era un hombre metido en la alta política. La Matilde era una
mujer bastante fea, de nariz huesuda y enorme y voz chillona, lo que al fin y
al cabo no era culpa suya. Lo de ser una mujer de mentalidad simple, tal vez sí
que lo fuera. Murió de vieja en el piso y no
salió jamás de él, aunque en sus últimos años sí que debió de dominarla el espíritu de la aventura, e iba a la estación del metro de la plaza de
Catalunya, donde se sentaba toda la
tarde, tal vez buscando un poco de calor humano y conversación. Era
lógico: toda la gente de su edad se le había
ido muriendo.
La Matilde siempre vivió en la pobreza, y como es natural, se casó, ya
mayor y seca por dentro, con un hombre pobre. El marido era un bendito de Dios,
tenía una pata de palo y trabajaba de sastre remendón, oficio que supongo no
se acaba de entender muy bien hoy día, cuando las tiendas están llenas de prendas
para usar y tirar, de confección asiática. Pero entonces era una actividad de lo más necesaria
—la ropa se hacía durar años—, y sin duda se
tenía en cuenta en el producto interior
bruto.
(…)
Lo que recuerdo de aquella época brumosa es la
cantidad de veces al día que el pobre hombre, con su pata de palo, subía y bajaba desde el cuarto
piso a la calle. (…)
Su pata de palo era el latido del corazón de la escalera, la sensación de
que todas las pobres cosas existían y estaban en marcha. No recuerdo ni el
nombre de aquel hombre. Un día murió y nadie se dio ni cuenta. Simplemente
dejamos de oír el ruido de su pata de palo.
(…)
Cada rellano tenía dos pisos, el que daba a la calle y el que daba a
los patíos de atrás. Ya he dicho que ése era el caso del piso de la
Matilde. El del otro lado del rellano, o sea, el que daba a la calle, era para
mí el mejor piso del edificio, pese a que había que hacer
alpinismo para llegar hasta él. Tenía aire, luz y, desde el
balcón, unas vistas magníficas hacia la calle, los corros
vecinales, la farmacia del señor Figueres, el lavadero público de la calle Elkano y el
despacho de Dios, o sea, la iglesia de Santa
Madrona, cuya torre acababa entonces en una punta roja tachonada de estrellas. No la ha recuperado nunca.
En
ese piso, que entonces me parecía de alto standing, vivían tres personas: la señora Antonia Risueño, que era alicantina, de Novelda, tenía lo que entonces se
consideraba una gran figura (es decir,
sin escatimar ningún kilito), una sonrisa abierta y una insobornable bondad. Su única hija, Enriqueta Alarcón Risueño, llegaría en la adolescencia a ser
una chica alegre y llenita, de
sólidas piernas, que despertaba en los hombres sentimientos impuros.
El amo indiscutible de la casa era el señor Rafael Alarcón, que entonces
no sé qué oficio tenía, pero debía de ser respetable, porque vestía muy
bien, como un señor (…) El prestigio del señor Alarcón entre los machos de
la vecindad era considerable, pero no por su elegancia, sino por algo mucho más
emocionante: siempre le pasaban cosas con mujeres excitantes y sin duda de pasado
turbio, que iban en su busca apenas salía de casa. (…)
El señor Rafael estaba muy unido a nosotros porque creo que era
padrino de bautismo de Narciso, mi hermano menor. Hombre de amistad
inquebrantable, nunca te negaba nada, y por supuesto era rojo. En
Tapioles, 22 no se podía ser otra cosa.
(…)
El
tercer
Debajo del señor
Rafael, en el tercero, lado calle, vivía la señorita Bienvenida. Ojo con la
señorita Bienvenida. Rubia teñida, no recuerdo que fuera guapa, pero para
nosotros, los chavales de la calle, que sólo sabíamos de la belleza lo que nos
enseñaba el cine, era una vamp. Alta como era, se enfundaba en vestidos
ceñidos, usaba zapato de tacón y sabía moverse como si estuviera en un plató.
Además, trabajaba en un despacho, o sea, que pertenecía a las fuerzas intelectuales de la ciudad. …
Soltera y con
novio, ese novio era precisamente el que más nos hacía pensar en las relaciones
de la señorita Bienvenida con Hollywood. Porque él era detective, y para
nosotros no podía haber en el mundo profesión tan excitante. Lo imaginábamos
con sombrero (lo usaba), con bigotito (lo llevaba) y con linterna …, luchando
contra el hampa internacional entre las sombras de nuestra escalera. La
Bienvenida lo ayudaba: la Bienvenida era una mujer a lo Ginger Rogers, y los
gángsters, capturados por el novio, le acababan escribiendo cartas de amor
desde la cárcel. Cuando la Bienvenida se casó, o sea, que dejó de ser mujer
fatal, y encima nos enteramos de que su novio no era detective, sino
acomodador de cine, parte del mundo se nos derrumbó encima. Fue la primera
lección que los chavales tuvimos de que el mundo nunca es como lo imaginamos,
pero si la imaginación nos ayudó a vivir, bien venida sea. Sin ella, el mundo
hubiera seguido siendo el mismo, pero peor.
(...)
enfrente de la Bienvenida,
lado-parte-de-atrás, vivían el señor Juan, la señora Trini y dos hijas,
Carmen y María Luisa. Todos vivían pobremente,
pues el señor Juan, bendito de Dios, era farolero, o sea, tenía un oficio de los que nunca te conducen a Wall Street. Nunca llevó la contraria a nadie, nunca se
peleó con nadie, nunca dejó de creer
en la bondad natural del universo.
Su mujer, en cambio, la señora Trini, era de armas tomar, no toleraba que nadie la pisase, y defendía la
justicia social con la fe de los que
murieron en la Comuna de París. Enérgica
y sincera, ella era el pueblo en marcha. Durante la guerra hubo muchas peleas entre mujeres en las colas
para comprar alimentos, y si veía que
una mujer que tenía razón no podía
pelearse por ser demasiado vieja o débil, iba y se peleaba ella.
Cuando agredían a una mujer de setenta, ella se presentaba
diciendo: «¿No le vendría bien una de cuarenta?...»
El señor Juan, impulsado por su fe en la humanidad, fue años más
tarde, durante la guerra civil, «arreglador de colas». Bueno, los
que lean esto pensarán que es un oficio que no ha existido jamás. Pues existía. Para conseguir
un pedazo de pan, o lo que fuera, se
formaban colas interminables ante las tiendas, colas que se iniciaban a las cinco de la mañana y estaban formadas principalmente por mujeres y niños, ya que
los hombres iban a trabajar. Lo sé
porque yo siempre era uno de esos
niños. En la cola, como es natural, se repartían unos números, el 1, el 2, el 3... y así hasta el
infinito. Con ello, la gente se
sentía más o menos segura, pero unas cuatro horas después, cuando la tienda abría, el dueño o algún
grupo disidente gritaba:
—¡No
valen los números!
Y se repartían otros, que al parecer tenían más
carácter oficial. (…) Las mujeres se abofeteaban, se tiraban del pelo y cada una de ellas se acordaba respetuosamente del coño
de la madre de la otra. Los niños no
intervenían, pero si alguno lo hacía,
salía malparado, porque entonces nadie pensaba en proteger la santa infancia. (…) Era entonces —a falta
de otra autoridad constitucional— cuando
llegaban los «arregladores de colas», simples vecinos que no sé de dónde sacaban las horas, y que por
supuesto no cobraban un céntimo.
Ellos trataban de impartir justicia y ordenaban la cola, a veces basándose en la simple fuerza de sus brazos. Alguno había que apelaba, como el señor
Juan, a la razón, la fe en la
República y los buenos sentimientos. Al final, solía batirse en retirada gimiendo: «¡Esto no hay quien lo arregle!»
También el señor Juan murió sin hacer ruido, sin que
se enterara nadie, sin ser saludado, en sus últimos minutos (…) El buen
pueblo se marchó con él, pero tengo derecho a creer que su sombra quedó en un
rincón de la calle.
Sus dos hijas, guapas y dulces, no acabaron bien,
porque se adelantaron a su tiempo. María Luisa fue madre soltera; Carmen, la
mayor, hizo un matrimonio de guerra que con la guerra se fue. Si ya trae
problemas ser mujer liberada, ellas, además, lo fueron a destiempo.
Cuando
uno trata de recordar la escalera tal como fue, cuando en ella, en la barandilla, vuelves a colocar tus manos y tu lengua
(en verano, el hierro estaba fresco), la memoria, a veces, no te responde. Y no estaría bien que
inventases lo que la memoria no te
dejó.
El segon
Confieso que no recuerdo quiénes eran los vecinos que vivían
en el segundo, ni los del lado patio ni los del lado calle, supongo
que porque eran personas discretísimas y más bien silenciosas, de las que forman las minorías invisibles.
El primer
Desciendo, pues, un poco más en el camino de la
vida, y me planto en el primer piso.
En el lado calle vivía con su madre la Teresina, que
desde la infancia me pareció muy guapa, porque además a ella le gustaba
parecerlo. Pero era dos años mayor que yo —en esa edad, dos años son toda
una generación—, y por tanto resultaba inasequible. Además, seamos sinceros: una chica tan mayor, a la
fuerza debe de tener un pasado. Los chavales la mirábamos como una mujer incógnita y algo misteriosa, la que ya tenía derecho a probarse zapatos de tacón, la
sucesora de la Bienvenida.
En el primero primera, justo encima de mi casa, que
era el principal primera, vivía la señora Angelita, que era peluquera en su
propio piso, y creo que con una empleada y todo. Es decir, pertenecía a las fuerzas capitalistas del
país. No entendía entonces —y menos entiendo ahora— cómo en unas
habitaciones tan pequeñas pudo instalar al menos un secador y una silla, dejando además espacio
para su culo, el de la dependienta y el de al
menos una clienta. Por supuesto, sólo podía recibir a una cada vez, sin sala de espera, y como trabajaba para las vecinas, cobraba muy poco. Es decir, la
señora Angelita, representante de
las fuerzas capitalistas, era una peluquera de pobres.
Su
único hijo, Alejandro, era dos años mayor que yo, como la Teresina, y por tanto no coincidíamos ni en la escuela ni en las aficiones o juegos. (…) Pero para
mí era un niño rico, heredero de un negocio
familiar, y encima tenía una cámara de cine Nic, de las que pasaban dibujos de una cinta dándole a una
manivela. A veces me invitaba a ver
tal maravilla, y yo quedaba fascinado.
Pero el que más me interesaba era su padre. Su padre, el señor
Alejandro, fumaba en pipa, tenía los dientes completamente negros
—supongo que a causa de la picadura barata y otros tabacos portuarios— y trabajaba en
Arcas Soler, famosos fabricantes de cajas de
caudales que ningún ladrón podía abrir.
Pero sin duda el señor Alejandro, que trabajaba en la casa, era capaz de hallar cualquier combinación y
apoderarse de los secretos de la
ciudad, por siniestros que fuesen. Barcelona hubiera sido distinta si
llegan a aliarse el señor Alejandro y el novio de la Bienvenida.
Por
supuesto, el señor Alejandro participaba, silla en mano, en las tertulias callejeras de los domingos, donde
siempre se lamentaba de dos cosas: de que no pudiese hallar tabaco «espesial
para pipa» y de haber perdido la oportunidad de su vida, cuando le ofrecieron
trabajar en el metro de Marsella y él no aceptó. Lo curioso es que nunca se ha
sabido que en la Marsella de sus sueños hubiese metro alguno.
El señor
Rafael y el señor Alejandro siempre se respetaron profundamente.
El principal, el seu
En el principal segunda, el piso que daba a la calle,
estaban los vecinos más inmediatos: la señora Liberata, su marido, el señor
Miguel, su cuñada, la señora Antonia, el marido de ésta, el señor Ángel, y las
tres hijas de la señora Liberata: María, Rosita y Teresina, que murió
tuberculosa muy joven. Había tres cosas que me fascinaban: el balcón a la
calle, el aparato de radio, que funcionaba poco para no gastar y, por
supuesto, las dos hermanas mayores, más o menos de mi edad. Cualquiera puede
comprender, pues, que para mí era el piso más excitante de la casa.
Yo estaba siempre en el piso de la señora Liberata, pero
sus hijas casi nunca venían al nuestro. Ahora comprendo que mamá debía de
sentir una cierta vergüenza, porque nuestro piso era aún más pobre. La señora
Liberata nos hacía encender el fuego de la cocina de carbón, limpiar la
cristalería —gran lujo entonces— y guardar el piso si ella salía. Procedía de
Verdú (Lleida) y era gorda, bondadosa y catalana a rajatabla, aunque a
nosotros nos hablaba en castellano. Su marido, el señor Miguel, quien murió
tuberculoso durante la guerra, era carpintero, trabajador, honrado, uno de esos
ciudadanos anónimos, de buena historia, que a lo largo de los siglos han ido
tejiendo la buena historia del país, sin que el país se lo reconozca. De muy
joven había emigrado al Uruguay (…)
Su hermana, la Antonia, siempre vestía de negro y parecía
una vieja, tuviera la edad que tuviese. Estaba casada con el Ángel, un obrero
tipógrafo, o sea, perteneciente a la
élite intelectual del barrio. El Ángel era un bromista, no respetaba nada
(o sea, era una bendición para los niños), y cuando una vecina iba al retrete,
que siempre estaba en la galería, se ponía a gritar entre carcajadas: «¡Meados!
¡Meados!» o «¡Cagallonis! ¡Cagallonis!».
La vida nunca fue generosa con él. Dormía en una
habitación minúscula, y como no cabía allí ni un mínimo armario para la ropa,
su santa esposa y él habían puesto una tabla sobre la cama, y en ella
almacenaban en montón todas sus propiedades, con evidente peligro de morir
aplastados, asfixiados o devorados por las polillas. Ahora imagino el calor
asfixiante que debía de hacer allí, en las noches de verano, sin espacio, como
en un nicho, y con la puerta cerrada. Menos mal que la gente de entonces lo
aguantaba todo, porque de lo contrario hay barrios de Barcelona que ya no
existirían.
El señor Ángel confió siempre en que la lotería lo
sacaría de penas (…) ésa es casi una norma en personas que no pueden tener
ninguna otra esperanza. Siempre que el señor Ángel compraba su décimo de
Navidad, lo colocaba en su mesilla de noche y hasta el sorteo, lo que tardaba
días, mantenía delante una vela encendida. Como es natural, cierta vez organizó
un incendio (…) pero por fortuna se dio cuenta a tiempo. De lo contrario, las
llamas habrían llegado hasta los fosos del castillo.
Debería hablar extensamente de María y Rosita, las dos
chicas vecinas, de casi mi misma edad, mis dos primeras amigas, compañeras de
juegos, confidentes y encubridoras, guías muchas veces en el camino de la
esperanza. Y lo haré. Pero merecen capítulo aparte porque con ellas tuve la
iniciación sexual, y tal cosa poco respetable merece el mayor respeto. De
momento, que no se me asuste nadie.
I, finalment, l’entresol
Estoy a punto de terminar la ruta de la escalera. Me
encuentro en el piso más bajo. En el entresuelo, que tenía un techo a menos de
dos metros, y por tanto nula capacidad de aireación, vivía una de las personas
más entrañables de la escalera, el señor Francisco Risueño, con su mujer, la
señora Antonia. Eran los padres de la otra señora Antonia, la esposa del Rafael
que no podía salir a la calle en presencia de mujeres. Vivían con otra hija
soltera, la Josefina, quien, ya madura, llegó a casarse —me parece recordar—
con un oficial del Cabo de Buena Esperanza, el transatlántico que entonces
hacía la ruta de Sudamérica. O sea, que eran tres en el pisito, lo que parece
razonable, pero durante una larga temporada fueron cinco, ya que el señor Quico
vio un día en la calle a dos refugiados vascos que no tenían dónde dormir y se
los llevó a casa.
El señor Quico era rojo de barricada, de bandera ensangrentada
y de motín: era la revolución en marcha. Como ya era un abuelo, no lo quisieron
como voluntario en el frente, pero dirigía las operaciones desde su silla ante
el portal, sin que le fallara plan alguno. «Atacaremos por aquí, iniciaremos
una ofensiva en tenaza, los del frente sur nos cubrirán y joderemos a esos
fascistas de mierda.» Bueno, algún plan le debió de fallar, puesto que
perdimos la guerra. Pero su verdadera contribución a la República fue
trabajar, trabajar siempre, sin descanso, sin enfermedades, sin permisos, sin
bajas. Era cargador del mercado del Born, lo que a su edad debía de resultar un
castigo, pero con sus pantalones de pana, su faja y su caliqueño (mientras los
hubo), jamás dejó de estar en su puesto a las cuatro de la mañana. Y era de una
honradez total: siempre creyó en la buena fe del pueblo. Por sus manos pasaban
toneladas de comestibles, y nunca se llevó un pimiento para casa.
Al igual que mi padre, el señor Quico deseaba una cosa sobre
todas en el mundo: ver morir a Franco. Pero ni mi padre ni él lo consiguieron.
Los dos se murieron antes.
Frente al señor Quico, entre las tinieblas del patio
interior (lo que hoy llamaría alguien «la madre de todas las tinieblas»), vivía
en un piso de una sola habitación el portero, quien no cobraba nada pero
tampoco pagaba alquiler. Era el señor Francisco Amorós, quien, como tantos
otros de la época, consideraba que el honor de un trabajador es el trabajo, y
por tanto tampoco fallaba nunca. Y encima se recorría Barcelona a pie, pues
trabajaba en diversas obras. Era estucador, y de los buenos, lo que hoy es un
oficio muy bien pagado, en un mundo donde las manos tienen bastante más valor
que los cerebros. Pero entonces no debía de ser así, porque doy fe de que el señor
Francisco, su esposa Rosario y sus dos hijos vivían en la pobreza digna. Tenían
que dormir los cuatro en el mismo cuarto, que daba directamente a la puerta
del piso, o sea, sin la menor intimidad. Pero eso no era lo malo. Lo malo era
que, cuando empezaron los bombardeos de Barcelona, todos los vecinos, todos,
bajaban en pijama o camisón a su casa y se quedaban a dormir allí, sentados en
el suelo, firmemente dispuestos a salvar sus vidas. Era dogma de fe que, si
caía una bomba directamente en nuestro terrado, no le quedaría fuerza para
llegar hasta el último piso.
Tienen ustedes permiso para reírse. >>
Historias de
mis calles té 461 pàgines i està editat per edicions Planeta.
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